jueves, 26 de enero de 2017

Soy cazadora, y a mucha honra

Soy cazadora
(y a mucha honra)

No puedo decir que sea cazadora de toda la vida.

Ciertamente, mi padre lo era. De hecho rara resultaba la ocasión en la que no fuera con su 150 mm cargada con él a cualquier sitio que íbamos. Montaña o mar o campo o ciudad, lo mismo daba. Era (aún es) un apasionado. Disparaba y disparaba sin cesar, a blancos quietos o ante cualquier atisbo de movimiento. 

He crecido admirando sus hazañas, sus innumerables trofeos que guarda como tesoros. Pero era ajena a su pasión. 

A menudo me preguntaba qué le enfervorecía tanto. ¿Qué le llevaba a recorrer kilómetros y aguardar horas para el tiro perfecto? ¿Por qué cargar con tal portento de máquina cuando podía simplemente disfrutar de la naturaleza viva en la que a menudo nos perdíamos? ¿De los saltos de agua y el trino de los pájaros y de aquellos zorros y cabras que salían al paso?

Tardé años en comprenderlo. Él disfruta de todo eso tanto como yo, pero también goza a de la sensación de llevarse el premio al volver a casa. 

Y me ha contagiado. Como si de una enfermedad benigna se tratara. No me imagino libre de este pasatiempo. 

Afortunadamente tengo ese amigo con balsas en medio del campo, abrevaderos que atraen a los animales como un imán. Las tiene porque sí, ya que en su finca solo se recogen aceitunas, pero yo les saco algún partido más. Solo hace falta esperar un poco, a cualquier hora del día (aunque el amanecer es el mejor momento) y los objetivos van apareciendo. 

En mi pueblo, enclavado en la Sierra de Gúdar, el río que cruza la chopera es también un buen lugar. Todo tipo de aves y mamíferos se aproximan a saciar la sed. Con la umbría de la zona es más difícil enfocar y acertar el disparo, así que muchos se marchan con un mal tiro. Cachis. 

Por no hablar de las infinitas caminatas sin rumbo, solo a la espera y acecho de presas óptimas. Ya sea entre pinares, campos de trigo o algarrobos y olivos solitarios. Ahí es cuando se vive la auténtica emoción, la excitación indescriptible del depredador que busca captura. Cañón en mano, caminas y escuchas en absoluto silencio y sencillamente disparas a todo lo que se mueve. Bum, bum. El instinto y los reflejos borboteándote en la sangre. A veces aciertas, otras no; pero siempre queda al recuerdo de la presa capturada o huida. 

Últimamente me estoy atreviendo dentro de la ciudad. Eh, sé que muchos os estaréis escandalizando ahora mismo, pero no podéis imaginar lo que se siente. Hay que vivir esa emoción. Vale con poner agua, esparcir un poco de grano y sebo y las aves se acercan confiadas en busca de un almuerzo. Basta con sentarse a esperar tras la tela de camuflaje y, ¡bum!, apretar en cuanto entran a tiro. Ingenuas, que desconocen que las observo a la espera de la buena captura

Aquí algunos de mis queridos trofeos (solo con un 35 mm, tal vez algún día use calibre mayor). Colgados en mi pared o en mi muro. Madrugones, un poco de carpintería y horas explorando el campo para conseguirlos. ¡Y qué satisfacción dan! ¡Qué viva se siente una cuando apuntas hacia ellos, disparas y obtienes tu premio!









Sin duda la fotografía de naturaleza es un regalo divino, de Gaia o de quién sea. Mi padre lo sabía y ahora yo también lo sé. 

¿Y sabéis lo puto mejor? Después de disparar, mi presa se marcha con solo el recuerdo de nuestro encuentro en la cabeza. Sin balas en el cráneo ni chillidos agónicos. Y la naturaleza sigue su curso. 

Ojalá todos pudieran comprenderlo. Pero hay que vivirlo. 

Tirar y matar es solo la mitad del éxtasis, nada comparable a tirar y ver al objetivo regresar a su mundo. De otro modo, sería apenas una media victoria. Un coitus interruptusUn clímax a medias. 

Lástima de esos eternos insatisfechos.